martes, 16 de septiembre de 2008

Entrevista Díaz-Creelman

EL PRESIDENTE DÍAZ Héroe de las Américas Por James Creelman

VERSIÓN EN ESPAÑOL
Traducción de Mario Julio del Campo

En este artículo notable, el prócer del Continente habla abiertamente al mundo a través del Pearson's Magazine. Por un arreglo previo el señor James Creelman fue recibido en el Castillo de Chapultepec y tuvo oportunidades extraordinarias de conversar con el presidente Díaz y obtener con gran precisión el dramático e impresionante contraste entre su severo, autocrático gobierno y su alentador tributo a la idea democrática. A través del señor Creelman el presidente anuncia su irrevocable decisión de retirarse del poder y predice un pacífico futuro para México bajo instituciones libres. Es esta la historia del hombre que ha construido una nación. El editor.
Desde la altura del Castillo de Chapultepec el presidente Díaz contempló la venerable capital de su país, extendida sobre una vasta planicie circundada por un anillo de montañas que se elevan magníficas. Y yo, que había viajado casi cuatro mil millas desde Nueva York para ver al guía y héroe del México moderno, al líder inescrutable en cuyas venas corre mezclada la sangre de los antiguos mixtecas y la de los conquistadores españoles, admiré la figura esbelta y erguida: el rostro imperioso, fuerte, marcial, pero sensitivo. Semblanza que está más allá de lo que se puede expresar con palabras.
Una frente alta, amplia, llega oblicuamente hasta el cabello blanco y rizado; sobre los ojos café oscuro de mirada sagaz que penetran en el alma, suavizados a veces por inexpresable bondad y lanzando, otras veces, rápidas miradas soslayadas, de reojo -ojos terribles, amenazadores, ya amables, ya poderosos, ya voluntariosos-, una nariz recta, ancha, fuerte y algo carnosa cuyas curvadas aletas se elevan y dilatan con la menor emoción. Grandes mandíbulas viriles que bajan de largas orejas finas, delgadas, pegadas al cráneo; la formidable barba, cuadrada y desafiante; la boca amplia y firme sombreada por el blanco bigote; el cuello corto y musculoso; los hombros anchos, el pecho profundo. Un porte tenso y rígido que proporciona una gran distinción a la personalidad, sugiriendo poder y dignidad. Así es Porfirio Díaz a los 78 años de edad, como yo lo vi hace unas cuantas semanas en el mismo lugar en donde, hace 40 años, se sostuvo con su ejército sitiador de la ciudad de México mientras el joven emperador Maximiliano era ejecutado en Querétaro -atrás de las azules montañas del norte- esperando con el ceño fruncido el emocionante final de la última intervención monárquica europea en las repúblicas de América.
Es ese algo, intenso y magnético en los ojos oscuros, abiertos, sin miedo, y el sentido de nervioso desafío en las sensitivas aletas de la nariz, lo que parece conectar al hombre con la inmensidad del paisaje como una fuerza elemental.
No hay figura en todo el mundo, ni más romántica ni más heroica, ni que más intensamente sea vigilada por amigos y enemigos de la democracia, que este soldado, hombre de estado, cuya aventurera juventud hace palidecer las páginas de Dumas y cuya mano de hierro ha convertido las masas guerreras, ignorantes, supersticiosas y empobrecidas de México, oprimidas por siglos de crueldad y avaricia española, en una fuerte, pacífica y equilibrada nación que paga sus deudas y progresa.
Ha gobernado la República Mexicana por 27 años con tal energía, que las elecciones se han convertido en meras formalidades: con toda facilidad podría haberse coronado.
Aún hoy, en la cumbre de su carrera este hombre asombroso prominente figura del hemisferio americano e indescifrable misterio para los estudiosos de los gobiernos humanos, anuncia que insistirá en retirarse de la presidencia al final de su presente periodo, de manera que podrá velar porque su sucesor quede pacíficamente establecido y que con su ayuda el pueblo de la República Mexicana pueda mostrar al mundo que ha entrado ya a la más completa y última fase en el uso de sus derechos y libertades, que la nación está superando la ignorancia y la pasión revolucionaria y que es capaz de cambiar y elegir presidente sin flaquear y sin guerras.
Es verdaderamente increíble salir de la congestionada Wall Street y sus ansias económicas y hallarse en el transcurso de la misma semana en las rocas de Chapultepec, rodeado de una belleza casi irreal en su grandiosidad, al lado de aquel a quien se considera que ha cambiado una república en una autocracia por la absoluta conjunción de carácter y valor, y oírlo hablar de la democracia como de la esperanza de salvación de la humanidad. Esto, en el momento en que el alma norteamericana teme y se estremece a la sola idea de tener un mismo presidente por tres periodos electorales consecutivos.
El presidente contempló la majestuosa escena, llena de luz, a los pies del antiguo castillo, y se retiró sonriendo. Rozó, al pasar, una cortina de flores escarlata y la enredadera de geranios rosa vivo, mientras se dirigía a lo largo de la terraza, al jardín interior, en donde una fuente brota entre palmas y flores, salpicando con agua de este manantial en el cual Moctezuma solía beber, bajo los recios cipreses que de antiguo yerguen sus ramas sobre la roca en que nos detuvimos.
"Es un error suponer que el futuro de la democracia en México ha sido puesto en peligro por la prolongada permanencia en el poder de un solo presidente -dijo en voz baja-. Puedo con toda sinceridad decir que el servicio no ha corrompido mis ideales políticos y que creo que la democracia es el único justo principio del gobierno, aun cuado llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados".
Calló un momento la recia figura, y los oscuros ojos contemplaron el gran valle en donde el Popo, cubierto de nieve, levanta su cono volcánico de cerca de 18,000 pies entre las nubes y junto a los blancos cráteres del Ixta; una tierra de volcanes muertos, los humanos y los geológicos.
"Puedo dejar la presidencia de México sin ningún remordimiento, pero lo que no puedo hacer, es dejar de servir a este país mientras viva" - añadió.
El sol daba con fuerza en la cara del presidente, pero sus ojos no se cerraron, resistiendo a la dura prueba. El paisaje verde, la ciudad humeante, el tumulto azul de las montañas, el tenue aire perfumado, parecían conmoverlo y sus mejillas se colorearon, mientras con las manos cruzadas atrás, mantenía la cabeza erguida. Las aletas de su nariz se ensanchaban.
"¿Sabe usted que en Estados Unidos tenemos graves problemas por la elección del mismo presidente por más de tres periodos?"
Sonrió, y después, con gravedad, sacudió la cabeza asintiendo mientras se mordía los labios. Es difícil describir el gesto de concentrado interés que repentinamente adquirió su fuerte fisonomía inteligente.
"Sí. Sí lo sé -repuso-. Es un sentimiento natural en los pueblos democráticos el que sus dirigentes deban ser cambiados. Estoy de acuerdo con este sentimiento."
Difícil era pensar que estaba yo escuchando al soldado que ha dirigido una república sin interrupción durante cinco lustros, con una autoridad personal que es desconocida para la mayoría de los reyes. Sin embargo, habló de un modo sencillo y convincente, como lo haría aquel cuyo lugar, alto y seguro, está más allá de la necesidad de ser hipócrita:
"Existe la certeza absoluta de que cuando un hombre ha ocupado por mucho tiempo un puesto destacado, empieza a verlo como suyo, y está bien que los pueblos libres se guarden de las tendencias perniciosas de la ambición individual."
Sin embargo, las teorías abstractas de la democracia y la efectiva aplicación práctica son a veces, por su propia naturaleza, diferentes. Esto es, cuando se busca más la substancia que la mera forma.
"No veo realmente una buena razón por la cual el presidente Roosevelt no deba ser reelegido si la mayoría del pueblo americano quiere que continúe en la presidencia. Creo que él ha pensado más en su país que en él mismo. Ha hecho, y sigue haciendo, una gran labor por los Estados Unidos; una labor que redundará, ya sea que se reelija o no, en que pase a la Historia como uno de los grandes presidentes. Veo los monopolios como un gran poder verdadero en los Estados Unidos, y el presidente Roosevelt ha tenido el patriotismo y el valor de desafiarlos. La humanidad entiende el significado de su actitud y su proyección en el futuro. Se yergue frente al mundo como un hombre cuyas victorias han sido victorias en el orden moral.
"A mi juicio, la lucha por restringir la fuerza de los monopolios y evitar que opriman al pueblo de los Estados Unidos marca uno de los más significativos e importantes periodos en vuestra historia. El señor Roosevelt ha hecho frente a la crisis como todo un gran hombre.
"No hay duda de que es un hombre puro, un hombre fuerte, un patriota que ama a su país y lo comprende. Ese temor de los norteamericanos por un tercer periodo con él al frente del gobierno, me parece a mí completamente injustificado. No puede haber, en modo alguno, cuestión de principio en este asunto, si la gran mayoría del pueblo de los Estados Unidos aprueba su política y desea que continúa su obra. Este es el punto real y vital: el hecho de que una mayoría del pueblo lo necesita y reclama que sea él precisamente quien continúe en el poder.
"Aquí en México nos hemos hallado en diferentes condiciones. Recibí este gobierno de manos de un ejército victorioso, en un momento en que el país estaba dividido y el pueblo impreparado para ejercer los supremos principios del gobierno democrática. Arrojar de repente a las masas la responsabilidad total del gobierno, habría producido resultados que podían haber desacreditado totalmente la causa del gobierno libre.
"Sin embargo, a pesar de que yo obtuve el poder principalmente por el ejército, tuvo lugar una elección tan pronto que fue posible y ya entonces mi autoridad emanó del pueblo. He tratado de dejar la presidencia en muchas y muy diversas ocasiones, pero pesa demasiado y he tenido que permanecer en ella por la propia salud del pueblo que ha confiado en mí. El hecho de que los valores mexicanos bajaran bruscamente once puntos durante los días que la enfermedad me obligó a recluirme en Cuernavaca, indica la clase de evidencia que me indujo a sobreponerme a mi inclinación personal de retirarme a la vida privada.
"Hemos preservado la forma republicana y democrática de gobierno. Hemos defendido y guardado intacta la teoría. Sin embargo, hemos también adoptado una política patriarcal en la actual administración de los asuntos de la nación, guiando y restringiendo las tendencias populares, con fe ciega en la idea de que una paz forzosa permitiría la educación, que la industria y el comercio se desarrollarían y fueran todos los elementos de estabilización y unidad entre gente de natural inteligente, afectuoso y dócil.
"He esperado pacientemente porque llegue el día en que el pueblo de la República Mexicana esté preparado para escoger y cambiar sus gobernantes en cada elección, sin peligro de revoluciones armadas, sin lesionar el crédito nacional y sin interferir con el progreso del país. Creo que, finalmente, ese día ha llegado".
Nuevamente, la marcial figura se volvió hacia la gloriosa escena extendida entre las montañas. Era fácil observar que el presidente estaba profundamente conmovido. El recio rostro se había vuelto sensitivo como el de un niño y los oscuros ojos se habían humedecido. ¡Y qué inolvidable visión teñida de romanticismo y emotividad fue aquella!
Bajo aquellos árboles gigantescos que por siglos han circundado la roca de Chapultepec -única elevación en el valle- Moctezuma, el monarca azteca, gustaba de caminar en sus horas de reposo, antes de que Cortés y Alvarado viniesen con la Cruz de Cristo y la despiadada espada española, para ser después seguidos por trescientos años terribles durante los cuales el país se retorció y lloró bajo la férula de 62 virreyes españoles y cinco gobernadores, sucedidas a su vez por un ridículo emperador nativo y una larga línea de dictadores y presidentes; entre ellos, la invasión del emperador Maximiliano, hasta que Díaz, héroe de 50 batallas, decidió que México debería cejar en sus luchas, aprender a trabajar y pagar sus deudas.
Aquí, en la ladera de Chapultepec, donde florecen en diciembre rosas rojas y blancas, margaritas, extrañas pinceladas de capullos escarlata, jazmines que se extienden sobre las rocas esculpidas por los aztecas; macizos de mirtos azules, violetas, amapolas, lirios, laureles, palpitó el corazón con una emoción nacida del color.
Allá atrás quedaba el derruido molino de paredes de piedra rosa, en el que Winfield Scott se hizo fuerte con su artillería en 1847, cuando veloces líneas de bayonetas cruzaron el pantano, pasaron los cipreses y laureles del bosque, y la bandera americana fue izada en la cima de Chapultepec, entre los cadáveres de los valientes jóvenes cadetes de México, cuyo blanco monumento, una vez cada año, es adornado por veteranos norteamericanos.
Mientras paseábamos por la terraza del castillo, podíamos ver largas procesiones de indígenas que, acompañados por sus esposas e hijos, vistiendo enormes sombreros, envueltos en sarapes de vivos colores, y unos descalzos, calzados otros con sandalias ("huaraches" ) se dirigían desde todos los puntos del valle y de las montañas circunvecinas, hacia la basílica de Guadalupe. Dos días más tarde pude ver 100,000 aborígenes de América reunirse en torno a ésta, la más sagrada de las basílicas americanas, en donde, bajo una corona de esmeraldas, rubíes, diamantes y zafiros, cuya sola confección costó 30,000.00 dólares, y frente a una multitud de indígenas embozados en sus mantas, mientras a su lado se arrodillaban sus mujeres y tiernos hijos que sostenían ramos de flores, venerando a la imagen con una devoción que hubiera movido a reverencia al espectador más cínico, frente a esta multitud, digo, el arzobispo de México, resplandeciente, celebró misa en el altar mayor, al pie de la tilma del piadoso Juan Diego. Es esta la tilma en cuya superficie la imagen de la Virgen de Guadalupe se apareció milagrosamente en 1531.
Difícilmente veíamos la pequeña capilla en lo alto de la colina, en donde estuvo primero expuesta la sagrada tilma. Frente a la puerta de la pequeña iglesia, Santa Anna, el dictador que derrocó al Imperio Mexicano de Iturbide, cedió a las fuerzas conquistadoras de los Estados Unidos, por 15 millones de dólares, California, Nevada, Utah, parte de Colorado y una gran parte de Nuevo México y Arizona, todo lo cual, junto con el territorio de Texas, aportó cerca de 850,000 millas cuadradas de extensión al poderío de las barras y las estrellas. Y todo esto, tan sólo nueve días después de que en California se habían descubierto yacimientos de oro.
En el pequeño cementerio al lado de la capilla, está la olvidada tumba del dictador Santa Alma, y entre el abigarrado conjunto de los techos de la ciudad podíamos distinguir el de la otra capilla en que, con pompa reluciente, hizo sepultar su pierna amputada, misma que más tarde, fue exhumada por una multitud indignada que la amarró a una cuerda y la arrastró por las calles en medio del regocijo del populacho.
"Es una creencia extendida la de que es imposible para las instituciones verdaderamente democráticas, nacer y subsistir en un país que no tiene clase media" - sugerí.
El Presidente Díaz se volvió a mí, me clavó una mirada penetrante y movió la cabeza, para responder:
"Es verdad -dijo-, México tiene hoy una clase media, pero no la tenía antes. La clase media es aquí, como en todas partes, el elemento activo de la sociedad.
"Los ricos están demasiado preocupados por sus mismas riquezas y dignidades para que puedan ser de alguna utilidad inmediata en el progreso y en el bienestar general. Sus hijos, en honor a la verdad, no tratan de mejorar su educación o su carácter. Pero por otra parte, los pobres son a su vez tan ignorantes que no tienen poder alguno.
"Es por esto que en la clase media, emergida en gran parte de la pobre, pero asimismo en alguna forma de la rica; clase media que es activa, trabajadora, que a cada paso se mejora y en la que una democracia debe confiar y descansar para su progreso, a la que principalmente atañe la política y el mejoramiento general.
"Antiguamente, no teníamos una verdadera clase media en México, porque las conciencias y las energías del pueblo estaban completamente absorbidas por la política y la guerra. La tiranía española y el mal gobierno habían desorganizado la sociedad. Las actividades productivas de la nación habían sido abandonadas en las luchas sucesivas. Existía una confusión general. No había garantías para la vida o la propiedad y es lógico que una clase media no podía aparecer en estas circunstancias."
General Díaz -le interrumpí-. Usted ha tenido una experiencia sin precedentes en la historia de las repúblicas. Durante 30 años, los destinos de este país han estado en sus manos, para moldearlos a su gusto; pero los hombres mueren y las naciones continúan viviendo. ¿Cree usted que México puede seguir su existencia pacífica como república? ¿Está usted absolutamente seguro de que el futuro del país está asegurado bajo instituciones libres?"
Si el viaje desde Nueva York fue valioso por todos conceptos, más lo fue por poder ver la expresión de la cara del héroe en ese momento: Fuerza, patriotismo, belicosidad y don profético aparecieron y brillaron de pronto en sus ojos oscuros.
"El futuro de México está asegurado -dijo con voz clara y firme-. Mucho me temo que los principios de la democracia no han sido plantados profundamente en nuestro pueblo. Pero la nación ha crecido y ama la libertad. Nuestra mayor dificultad la ha constituido el hecho de que el pueblo no se preocupa lo bastante acerca de los asuntos públicos, como para formar una democracia. El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás. Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus deberes. La base de un gobierno democrático la constituye el poder de controlarse y hacerlo le es dado solamente a aquellos quienes conocen los derechos de sus vecinos.
"Los indios, que son más de la mitad de nuestra población, se ocupan poco de la política. Están acostumbrados a guiarse por aquellos que poseen autoridad, en vez de pensar por sí mismos. Es esta una tendencia que heredaron de los españoles, quienes les enseñaron a abstenerse de intervenir en los asuntos públicos y a confiar ciegamente en que el gobierno los guíe. Sin embargo, yo creo firmemente que los principios de la democracia han crecido y seguirán creciendo en México."
"Pero, señor Presidente, usted no tiene partido oposicionista en la República. ¿Cómo podrán florecer las instituciones libres cuando no hay oposición que pueda vigilar la mayoría o el partido del gobierno?"
"Es verdad que no hay partido oposicionista. Tengo tantos amigos en la República que mis enemigos no parecen estar muy dispuestos a identificarse con una tan insignificante minoría. Aprecio en lo que vale la bondad de mis amigos y la confianza que en mí deposita mi patria; pero esta absoluta confianza impone responsabilidades y deberes que me fatigan cada día más.
"No importa lo que al respecto digan mis amigos y partidarios, me retiraré cuando termine el presente periodo y no volveré a gobernar otra vez. Para entonces tendré ya ochenta años.
"El país ha confiado en mí, como ya dije, y ha sido generoso conmigo. Mis amigos han alabado mis méritos y pasado por alto mis defectos. Pero pudiera ser que no trataran tan generosamente a mi sucesor y que éste llegara a necesitar mi consejo y mi apoyo; es por esto que deseo estar todavía vivo cuando él asuma el cargo y poder así ayudarlo."
Cruzó los brazos sobre el ancho pecho y habló con gran énfasis: "Doy la bienvenida a cualquier partido oposicionista en la República Mexicana -dijo. Si aparece, lo consideraré como una bendición, no como un mal. Y si llegara a hacerse fuerte, no para explotar sino para gobernar, lo sostendré y aconsejaré, y me olvidaré de mí mismo en la victoriosa inauguración de un gobierno completamente democrático en mi país.
"Es para mí bastante recompensa ver a México elevarse y sobresalir entre las naciones pacíficas y útiles. No tengo deseos de continuar en la presidencia, si ya esta nación está lista para una vida de libertad definitiva. A los 77 años, estoy satisfecho con mi buena salud y esto es algo que no pueden crear ni la ley ni la fuerza. Yo, personalmente, no me cambiaría por el rey americano del petróleo y sus millones."
Su atezada piel, sus brillantes ojos y su paso elástico y ligero iban bien con el tono de sus palabras. Para quien ha sufrido las privaciones de la guerra y de la cárcel, y hoy se levanta a las seis en punto de la mañana para quedarse trabajando tarde por las noches hasta el máximo de sus fuerzas, la condición física del presidente Díaz -quien es además un gran cazador y sube la escalinata del palacio de dos en dos escalones- es casi increíble.
"El ferrocarril ha jugado un papel importante en la paz de México -continuó-. Cuando yo llegué a presidente, había únicamente dos líneas pequeñas: una que conectaba la capital con Veracruz, la otra con Querétaro. Hoy día tenemos más de 19,000 millas de ferrocarriles. El servicio de correos que entonces teníamos era lento y deficiente, transportado en coches de posta, y el que cubría la ruta entre la capital y Puebla, era asaltado por facinerosos dos o tres veces en el mismo viaje, de tal manera que los últimos en atacarlo no encontraban ya nada que robar.
"Tenemos ahora un sistema eficiente y económico, seguro y rápido a través de todo el país y con más de doscientas oficinas postales. Enviar un telegrama en aquellos tiempos era cosa difícil. Hoy tenemos más de 45,000 millas de líneas telegráficas operando.
"Empezamos castigando el robo con pena de muerte y apresurando la ejecución de los culpables en las horas siguientes de haber sido aprehendidos y condenados. Ordenamos que donde quiera que los cables telegráficos fueran cortados y el jefe del distrito no lograra capturar al criminal, él debería sufrir el castigo; y en el caso de que el corte ocurriera en una plantación, el propietario, por no haber tomarlo medidas preventivas, debería ser colgado en el poste de telégrafo más cercano. No olvide usted que éstas eran órdenes militares.
"Éramos duros. Algunas veces, hasta la crueldad. Pero todo esto era necesario para la vida y el progreso de la nación. Si hubo crueldad, los resultados la han justificado con creces."
Las aletas de su nariz se dilataron y temblaron. Su boca era una línea recta.
"Fue mejor derramar un poco de sangre, para que mucha sangre se salvara. La que se derramó era sangre mala, la que se salvó, buena.
"La paz era necesaria, aun cuando fuese una paz forzada, para que la nación tuviera tiempo de pensar y actuar. La educación y la industria han llevado adelante la tarea emprendida por el ejército."
Se paseó lentamente a lo largo de la terraza, con la mirada fija abarcando la escena, como si los viejos días gravitaran sobre él una vez más: la matanza y victoria de Puebla, la marcha sobre la ciudad de México, la visita de la altiva princesa de Salm Salm a sus filas y sus vanas súplicas por la vida del emperador Maximiliano, quien se preparaba a morir en Querétaro; la entrevista clandestina con el sacerdote secretario de Maximiliano, la palidez de la señora doña Luciana Arrozola de Baz, esposa del ministro de la Guerra, quien salió a ofrecer la capitulación de la capital si Díaz abandonaba la República, las tentativas de generales traidores, aquí en la roca de Chapultepec, dispuestos a traicionar al emperador para salvarse ellos mismos; todos heroínas, héroes, sacerdotes, soldados, rechazados sin esperanza, y las líneas de afilado acero, gloriosas ya de sangre opresora extranjera, se reforzaban y estrechaban alrededor de la ciudad. Después, la bandera blanca ondeando allá sobre las torres grises de la catedral, el fin del bastardo imperio y la entrada del polvoso ejército republicano, con Díaz a la cabeza, entre muchedumbres de peones tocados con sombreros enormes, envueltos en sarapes, descalzos y llorando de gratitud.
"¿Y cuál es, en su opinión, la fuerza más grande para mantener la paz, el ejército o la escuela?" - pregunté.
La cara del soldado enrojeció levemente y la espléndida cabeza blanca se irguió aún más:
"¿Habla usted del presente?"
"Sí."
"La escuela. No cabe la menor duda acerca de ello. Quiero ver la educación difundida por todo el país, llevada por el gobierno nacional. Espero verlo antes de morir. Es importante para los ciudadanos de una república el recibir todos la misma instrucción, de modo que sus ideales y sus métodos puedan armonizar y se intensifique así la unidad nacional. Cuando los hombres leen las mismas cosas y piensan lo mismo, están más dispuestos a actuar de común acuerdo."
"¿Y cree usted que la vasta población indígena de México es capaz de un gran desarrollo?"
"Sí, lo creo. Los indios son amables y agradecidos. Todos, menos los yaquis y algunas tribus mayas. Tienen tradiciones de una antigua civilización propia. Se les encuentra a menudo entre los abogados, ingenieros, doctores, oficiales del ejército y otros profesionales."
Sobre la ciudad flotaba el humo de las numerosas fábricas.
"Es mejor que el humo de los cañones" - dije.
-"Sí -me contestó-, pero hay, sin embargo, tiempos en los que el humo del cañón no es una cosa tan mala. Los trabajadores pobres de mi país se han levantado para sostenerme, y no olvidaré nunca lo que mis compañeros de armas y sus hijos han sido para mí en mis numerosas horas críticas."
Había lágrimas en los ojos del veterano.
"Eso -dije señalando una plaza de toros moderna cercana al castillo- es la única institución española que sobrevive todavía en este paisaje."
"Usted no ha visto nuestros empeños -exclamó. España nos los trajo, al igual que las plazas de toros."
La terraza en la que estaba el prócer de América muestra todavía las feas decoraciones de estilo pompeyano que el sentenciado emperador Maximiliano y la bella emperatriz Carlota hicieron pintar en los cielos rasos para satisfacer sus gustos a la austriaca. El patriota que aplastó al invasor imperial y en cuya sangre se halla mezclada la corriente ancestral española con la de una civilización nativa de América, cuyos monumentos son hasta la fecha la maravilla del continente, no preservará los recuerdos oropelescos del aventurero coronado a quien combatió, cuyos intentos de soborno no tocó o bien hizo mofa de ellos o los alteró.
A nuestros pies, buscando la ciudad desde los jardines del castillo, corría la ancha y hermosa avenida que la joven emperatriz Carlota regaló a México. Ella, la princesa que perdió la razón suplicando al Papa que interviniera ante Napoleón III para salvar a su esposo, vive hoy día, con la cabeza gris, silenciosamente, en un castillo de Bélgica.
Aquí, en el paseo, existe -erigido por el presidente Díaz- un monumento a Cuauhtémoc, el último de los Moctezumas. Hay también un monumento a Carlos IV, que es la mayor fundición de una sola pieza de bronce que se ha hecho en el mundo y cuyo autor se suicidó al percatarse de que al caballo le faltaban estribos para el imperial jinete.
Lejos, a la derecha, entre los árboles de Coyoacán, está el jardín en el que Cortés estranguló a su esposa y el sitio en donde le quemó los pies a Cuauhtémoc, en un vano intento de hacer que el monarca le revelara el escondite de los tesoros aztecas.
Aún más allá, en el valle, están la pintoresca casa y jardín de Alvarado, el cruel capitán de Cortés, y la que era, antes de la llegada de los españoles, residencia de un jefe azteca. En ella vive hoy la señora Nutall, encantadora mujer oriunda de California y que busca descifrar el misterio de los indígenas americanos estudiando las majestuosas ruinas de México.
A la derecha está el camino por el cual Cortés y sus huestes se retiraron de la capital de Moctezuma cuando los aztecas se rebelaron contra la cruel opresión; y el árbol, verde todavía, bajo cuyas ramas lloró el Conquistador en la Noche Triste, cuando se halló frente a sus filas derrotadas.
Y a través de todo el valle se mueve un magnífico sistema de tranvías eléctricos y aun la derruida casa de Cortés se alumbra con electricidad. Un elevador, eléctrico también, corre a través del túnel que, en caso de peligro, podía servir a Moctezuma de vía de escape y que existe en la colina de Chapultepec.
Es difícil pensar que esta bellísima llanura fue alguna vez un lago y que en él los aztecas construyeron su grandiosa ciudad lacustre, con calzadas que la unían a la tierra firme. El presidente Díaz hizo perforar un túnel a través de las montañas del Este y el Valle de México escapa hoy sus aguas hasta el mar, mediante un sistema de canales y alcantarillas que costó más de 12.000,000 de dólares.
"¿Existe una base verdadera para el Movimiento Panamericano? Existe una idea netamente americana que pueda unir los pueblos de este hemisferio y que los ate y distinga del resto del mundo?"
El presidente oyó a pregunta y sonrió. Hacía sólo unas cuantas semanas que el secretario de Estado norteamericano había sido huésped de México, alojado y tratado en el Castillo de Chapultepec a cuerpo de rey, mientras la colina a los pies del Castillo, se había convertido en un jardín de cuento de hadas, y toda la nación, desde el presidente hasta el último trabajador, se esforzó por demostrar que de todas las repúblicas americanas que el ilustre huésped había visitado, ninguna podía igualar a la tierra de Moctezuma en la magnificencia de su bienvenida.
"Existe un sentimiento americano y va tomando incremento -dijo el presidente-. Pero es inútil negar un instintivo sentimiento de desconfianza, un miedo de absorción territorial, que interfiere con la más estrecha unión de las repúblicas americanas. Así como los guatemaltecos y otros pueblos de América Central parecen temer una absorción ejercida en ellos por México, así hay mexicanos que sienten temor de la ejercida por los Estados Unidos. Personalmente, yo no comparto este miedo. Tengo plena confianza en las intenciones del Gobierno norteamericano aun cuando -de repente, parpadeó rápidamente- los sentimientos populares cambian, cambian los gobiernos y no podemos predecir lo que traerá el futuro.
"El trabajo realizado por el Departamento de Repúblicas Americanas en Washington es favorable y tiene un gran campo de acción. Merece un apoyo sincero y fuerte. Todo lo que se necesita es que los pueblos de las naciones americanas se conozcan mejor entre sí, y el Departamento de Repúblicas está haciendo una gran labor en este sentido."
Hablaba con marcada confianza en la utilidad interamericana del Departamento, bajo la supervisión de su Director, el señor Barrett.
"Es de suma importancia que los líderes del hemisferio se visiten unos a otros en sus respectivos países. La visita a México del secretario Root y las palabras que aquí dijo han sido fructíferas. Los grupos ignorantes del pueblo de México habían sido llevados a pensar que sus enemigos vivían al otro lado de la frontera norte del país. Pero una vez que han visto a un distinguido estadista y funcionario del gabinete, como lo es Mr. Root, hospedado en México, y una vez que han escuchado y aprendido las palabras de amistad y respeto que él dijo, no pueden ser engañados de nueva cuenta. Dejad a los dirigentes de las Américas frecuentarse más, y la idea panamericana crecerá cada vez con más fuerza, mientras que las repúblicas aprenden que no tienen nada que temer una de otra y sí mucho que esperar de sus relaciones."
"¿Y la Doctrina Monroe?"
"Limitada a un propósito particular, la Doctrina Monroe merece y recibirá el apoyo de todas las repúblicas americanas. Pero como un vago clamor general de poderío por parte de los Estados Unidos, pretensión que se asocia fácilmente con la intervención armada en Cuba, es causa de profundas sospechas. No hay ninguna razón de peso por la cual la Doctrina Monroe no deba ser una doctrina general de América más que una simple política nacional de los Estados Unidos. Las naciones de América debieran poder unirse entre ellas para la mutua defensa y cada nación estar acorde en suministrar su parte de recursos en caso de guerra. Aún más: debieran establecerse penas para aquellos países que no cumplieran con las obligaciones que el tratado impusiera. Una Doctrina Monroe, así, haría a cada nación sentir que su respeto propio y su soberanía y dignidad no quedaban comprometidas y aseguraría a las repúblicas americanas contra invasiones de tipo monárquico o conquistas."
"¿Cómo repercute en usted, a esta distancia, la actual tendencia de un sentimiento nacionalista en los Estados Unidos, señor presidente? Como guía del pueblo mexicano, nos ha estudiado usted por más de 30 años."
¡Qué fuerte parecía, qué franco, sencillo y sano, mientras bajo la luz del sol permanecía firme, ahí en ese suelo en donde nació la civilización del Nuevo Mundo. Él, cuyo brazo infantil era aún demasiado débil para defender a México cuando fue despojado de la mitad de su territorio por bayonetas americanas. Él, que desde ese aciago día ha hollado cincuenta campos de batalla y ha defendido a su país contra todo enemigo de dentro y de fuera!
"El pueblo de los Estados Unidos se distingue por su espíritu público -dijo-. Tiene un amor especial a la patria. He conocido miles de norteamericanos cada año, y he hallado, por regla general, que son trabajadores, inteligentes y hombres de gran energía de carácter. Pero su principal característica es ese amor patrio. En mi opinión, en caso de guerra, este espíritu se convierte en un espíritu militar.
"Al tomar las Filipinas y otras colonias, han puesto su bandera muy lejos de sus costas. Eso significa que tienen ustedes una gran marina. No abrigo la menor duda de que si el presidente Roosevelt permanece en su puesto por otros cuatro años, la marina norteamericana igualará en fuerza a la marina británica."
"Pero, señor Presidente, Cuba será devuelta a su gente y en los Estados Unidos está claramente entendido que el pueblo de las Filipinas recibirá su independencia política y territorial tan pronto como esté listo para gobernarse solo."
Escuchando gravemente y sin expresión en el rostro, miró allá lejos hacia los nevados volcanes detrás de los cuales la escena sangrienta de la lucha en que él aplastó el poder de Europa en los acontecimientos de México e hizo del imperialismo una palabra despreciada de sus coterráneos.
"Cuando Estados Unidos les dé la independencia a Cuba y a las Filipinas -dijo en voz baja, ligeramente afectada por la emoción-, tomará el lugar que le corresponde a la cabeza de las naciones y toda la desconfianza y todo el miedo desaparecerán para siempre de las repúblicas americanas."
Es de todo punto imposible transmitir la gravedad y vehemencia con que habló el presidente.
"Mientras ustedes conserven las Filipinas, se verán obligados a mantener no sólo una gran marina, sino también un ejército que crecerá cada vez más."
"Estamos tratando de hacer que los maestros de escuela norteamericanos tomen el lugar de los soldados en las Filipinas" - aventuré.
"Aprecio eso, pero yo me siento satisfecho con saber que, al final, los filipinos saldrán ganando más que los norteamericanos. Y que mientras más pronto dejen ustedes sus posesiones en Asia, será mejor desde cualquier punto de vista. No importa qué tan generosos puedan ustedes ser, la gente que gobiernen se sentirá siempre un pueblo conquistado."
Hubo una pausa. Una bandada de palomas revoloteó alrededor del castillo. De la ciudad subía, lejano, el tañer de las campanas de las iglesias.
"Los hombres son más o menos iguales en todo el mundo -continuó-. Las naciones son como los hombres. Deben ser estudiadas y sus movimientos comprendidos. Un gobierno justo es simplemente el conjunto de las ambiciones colectivas de un pueblo, expresadas prácticamente."
"Todo se reduce a un estudio de lo individual. Es lo mismo en todos los países. El individuo que apoya a su gobierno en paz o en guerra tiene algún motivo personal. La ambición puede ser buena o mala, pero no es, en el fondo, más que una ambición personal. El principio de un gobierno verdadero es descubrir cuál es ese motivo y el gobernante nato debe buscar, no para extinguir, sino para regular, la ambición individual. Yo he tratado de seguir esta regla en mis relaciones con mis compatriotas, quienes son por naturaleza amables y afectuosos y que siguen con más frecuencia los dictados de su corazón que los de su cabeza. He tratado de descubrir qué es lo que el individuo quiere. Aun de su adoración a Dios un hombre espera algo a cambio y ¿cómo un gobierno humano espera obtener algo más grande de su organización?
"Tuve en mi juventud duras experiencias que me enseñaron muchas cosas. Cuando tuve a mis órdenes dos compañías de soldados, hubo un tiempo en el que por seis meses no recibí de mi gobierno ni instrucciones, ni consejos, ni ayuda económica. Tuve que ser yo mi propio gobierno. Encontré entonces que los hombres eran iguales que hoy. Creía en los principios democráticos como todavía ahora creo, a pesar de que las circunstancias me han obligado a tomar medidas severas para asegurar la paz y con ella el desarrollo, que deben preceder a un gobierno absolutamente libre. Meras teorías políticas, por sí solas, no crean una nación libre.
"La experiencia me ha convencido de que un gobierno progresista debe buscar premiar la ambición individual tanto como sea posible, pero debe poseer un extinguidor, para usarlo firme y sabiamente cuando la ambición individual arde demasiado para que siga conviniendo al bien común."
"¿Y el problema de los monopolios, señor presidente? ¿Cómo es que un país como México, rico en recursos naturales en espera de explotación, va a protegerse de la opresión de este tipo de alianzas entre la unión industrial y la riqueza, tal como han crecido en los Estados Unidos, su más inmediato vecino?
"Favorecemos y protegemos el capital y la energía del mundo entero en este país. Tenemos un campo para inversionistas como quizás no se halle en ninguna otra parte. Pero al mismo tiempo que somos justos y generosos con todos, vigilamos que ninguna empresa llegue a constituirse con detrimento de nuestro pueblo.
"Por ejemplo: pasamos una ley que previene que ningún propietario de yacimientos petrolíferos tiene derecho a venderlos a ninguna otra persona sin previo consentimiento del gobierno. No quiero decir con esto que objetemos la explotación de nuestros campos petroleros por el rey americano, el petróleo, sino que estamos resueltos a que nuestros pozos no sean suprimidos para prevenir la competencia y mantener el precio del petróleo americano.
"Hay siempre algunos puntos sobre los cuales los gobiernos no hablan, porque cada caso debe ser tratado de acuerdo con sus propios méritos, pero la República Mexicana usará toda su fuerza en preservar para su pueblo un justo reparto de sus riquezas. Hemos mantenido el país en condiciones de libertad y de bonanza hasta hoy, y creo que podemos seguirlo manteniendo así en el futuro.
"Nuestra invitación a todos los inversionistas del mundo no está basada en vagas promesas, sino en el modo como los tratamos cuando vienen a nosotros."
Y así, dejé al guía del México moderno entre las flores y los recuerdos de las alturas de Chapultepec.
El niño mestizo que más tarde iba a hacer de la explotada y degradada nación mexicana un reto a los estadistas y una confusión para los visionarios políticos del mundo, nació hace 77 años en la ciudad de Oaxaca, entre las montañas del suroeste de México.
El mismo valle vio nacer a Benito Juárez, el indio de sangre zapoteca pura, abogado y patriota, "el hombre de la levita negra", y quien fue el primer presidente constitucional de la República.
Porfirio Díaz era descendiente de españoles que casaron con mujeres de raza mixteca, gente ésta industriosa, inteligente y honrada, cuya historia se pierde en los mitos de la América aborigen.
Era hijo de un posadero. Hoy, una institución docente se levanta a guisa de monumento en el lugar en que nació. Tres años de edad contaba cuando su padre murió de cólera y su madre, mixteca, se quedó sola para mantener a una familia de seis hijos.
Cuando el muchacho, ya más grande, quería un par de zapatos, observaba atento a un zapatero, pedía prestadas las herramientas y se los confeccionaba él mismo. Así hizo también cuando quiso tener una pistola: tomó un viejo cañón de mosquete, enmohecido, y la llave de una pistola, y se fabricó con ellos un arma que ofrecía seguridad. Así aprendió también a hacer muebles para la casa de su madre.
Hizo entonces cosas diversas de la misma manera que forjó después a la nación mexicana: con la clara fuerza de su iniciativa moral, confianza en sí mismo, laboriosidad y diligencia práctica. No pidió nunca a nadie nada que él pudiese conseguir por sí mismo.
Yendo de un extremo al otro de las 767, 005 (2) millas del territorio de México, en el que más de 15.000,000 de personas viven hoy día, se ven por todas partes las pruebas de su genio constructor. Se pasa de los campos de batalla a las escuelas, de las escuelas a los ferrocarriles, fábricas, minas y bancos. Y lo maravilloso está en cómo un solo hombre puede significar tanto para una nación, y esa nación ser una república americana, la más cercana vecina de los Estados Unidos y la que le sigue en importancia.
Este hombre se halló con un México en bancarrota, dividido, infestado de bandidos, presa de mil modos distintos de soborno. Actualmente, la vida y la propiedad están seguras entre las fronteras de la República.
Después de gastar cantidades en millones de dólares para mejorar los puertos, obras de drenaje y otros vastos proyectos de ingeniería, pagando bonos de la deuda pública -para no mencionar nada del hecho de haber basado en oro las finanzas nacionales-, la nación tiene un superávit de $72.000,000 en el erario y esto a pesar de los enormes subsidios gubernamentales que han producido 19,000 millas de líneas férreas.
Cuando llegó al poder, el comercio exterior anual de México llegaba a $ 36.111,600 en total. Hoy día su comercio con otras naciones alcanza la enorme suma de $ 481.363,388 con un balance de venta a su favor de $14.636,612.
Había solamente tres bancos en el país cuando el presidente Díaz asumió el mando por primera vez; tenían poco capital y prestaban a enormes intereses que cambiaban constantemente.
Hay ahora 34 bancos constituidos por sí solos, cuyo activo total asciende a cerca de $ 700.000,000 con un fondo de capital combinado de $158.100,000.
Ha cambiado también un proyecto irregular e ineficaz de educación pública, que tenía 4,850 escuelas y alrededor de 163,000 alumnos, en un sistema espléndido de educación obligatoria, que cuenta a la fecha con más de 12,000 escuelas a las que asisten quizá más de un millón de alumnos; escuelas que no sólo educan a los niños de la República, sino que penetran en las prisiones, barracas militares, e instituciones de caridad.
Y de un extremo al otro del país, con $ 800.000,000 en oro -de capital norteamericano únicamente- está el testimonio incontrovertible de propios y extraños, de que el gobierno administra honradamente y de que las empresas negociantes son conducidas con justicia, inteligentemente y sin la menor sugerencia de extorsión, allí en donde antes todo era corrupción, opresión y confusión.
Aquel niño oaxaqueño, delgado, de grandes ojos oscuros, con sangre española y mixteca en las venas, que había de hacer estas cosas admirables por su país, y cambió a México de la debilidad y la vergüenza a un sitio de honor y fuerza entre las naciones americanas, no podía vislumbrar el importante papel que más tarde desempeñaría en la historia. Cuando niño, le gustaba vagar entre las ruinas de Mitla, inquiriendo y preguntándose entre esos vastos restos, acerca de una civilización indígena que se remonta más atrás de Colón, más atrás de Cortés, más atrás de los peregrinos del "Mayflower", antes aún que los aztecas, a un tiempo en que los zapotecas y los mixtecas levantaron sus altares y palacios, vivieron su vida teocrática y socialista, en este mismo continente suyo, y no soñaron nunca en que habían de venir los españoles a imponer una teología dogmática y la fuerza de sus armas de fuego.
Fue aquí, entre los derruidos altares de sus antepasados aborígenes, que él aprendió a amar a su patria con un amor y una intensidad que ha hecho vivir el espíritu nacional aletargado, descalzo, bajo la manta de la ignorancia de México; que hizo a un hombre capaz de erguirse y sobresalir entre los peones, nobles, derrotados y hambrientos, para implantar una república que sería solvente y respetada.
Es difícil creer que el presidente de cabeza blanca con quien hablé en el Castillo de Chapultepec, en diciembre -héroe y guía de su pueblo- es el Porfirio Díaz que jugaba entre las ruinas de Mitla y que había sido destinado por su pobre madre para la carrera eclesiástica.
Nadie puede determinar la edad del pueblo que Díaz iba a convertir en una gran nación.

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