martes, 16 de septiembre de 2008

continuación Entrevista

Antes del nacimiento de Cristo, México tenía ciudades, templos, leyes y palacios. Sus esculturas, su cerámica, sus jardines y minas de oro, plata y cobre se pierden en la sombra, más allá del conocimiento humano.
En Yucatán y en Oaxaca subsisten los vestigios de maravillosos edificios levantados por los primeros civilizadores de la América. No lejos de la ciudad de México se encuentra la imponente pirámide de Cholula, mayor que cualquiera de las de Egipto y en cuya cúspide estuvo el templo de Quetzalcoatl, el dios (blanco, justo, bello). Desde lo alto de esta pirámide, Cortés, el conquistador, contó cuatrocientas torres de los templos que existieron antes de que el cristianismo español se extendiera y destruyera los anales del pueblo. Todavía hoy, los científicos que excavan alrededor de la pirámide afirman que ya era vieja y su origen desconocido cuando los antiguos aztecas descubrieron la llanura de Cholula.
Cuando Penda, el rey idólatra, luchaba en Inglaterra para mantener la religión de "Woden" en contra de la religión de Cristo, y cuando Teodoro I era obispo de Roma, la raza tolteca reinaba en México. Los aztecas aparecieron en el siglo XII, cuando Ricardo Corazón de León intentó rescatar el Santo Sepulcro del poder de los sarracenos. Se establecieron en el Valle de México y construyeron su capital sobre pilotes, en medio de un lago profundo, ciudad que es hoy la capital de México.
El Imperio de los Moctezuma empezó, según es fama, alrededor del año 1460, y cuando Cortés, el sanguinario y codicioso invasor español llegó ante los aztecas, reinaba Moctezuma II. La muerte de este monarca amigable y generoso, víctima de las flechas de sus propios soldados cuando Cortés lo obligó a aparecer ante el pueblo indignado con la esperanza de calmarlo así; la tortura y muerte de Cuauhtémoc, su real sucesor y último de los Moctezuma; la destrucción de los templos y anales indígenas por la España cristiana, fueron incidentes en el grandioso y estrujante espectáculo de toda una civilización extinguida por la fuerza.
En toda la extensión de México se ven actualmente millones y millones de descendientes de los antiguos mexicanos, envueltos en sus llamativas mantas, tocados con sombreros absurdamente altos y anchos, vistiendo pantalones tan ajustados que uno se admira pensando en cómo se los quitarán, calzados con sandalias o bien, descalzos. Gente de piel bronceada, cabellos lacios, grandes ojos oscuros y ademanes indolentes; gente afectuosa, amable, atenta y agradecida.
Es suficiente para hacer brotar lágrimas de los ojos de cualquier norteamericano el ver a estos peones maltratados, a sus mujeres e hijos pobres, pacientes, ansiosos todos de ser amados, respondiendo al instante a toda mirada o palabra amable, adheridos a la religión con sencilla buena fe, que añade un nuevo sentido de santidad a las derruidas capillas cristianas de su país. Se les ve, hombres y mujeres humildes, tomados, de la mano, cariñosamente, aun en las carreteras; se ve al pobre dando constantemente al pobre y el orgullo solemne del más infeliz desheredado cuando habla de la independencia de México. Y se piensa en los trescientos años de indescriptible horror que sus antecesores pasaron bajo la dominación española, robados, torturados y degradados casi hasta el nivel de las bestias.
Existen en México 55 lenguas nativas y aún hoy grandes masas del pueblo hablan solamente la lengua azteca.
Y para estos indígenas americanos Porfirio Díaz es algo menos que un dios, pero algo más que un hombre. Si ha derramado sangre, si ha gobernado con mano de hierro, si por momentos parece que ha negado los principios democráticos por los que peleó en el frente, si se ha mantenido en funciones cuando deseaba retirarse, ha sido principalmente por las clases oprimidas, para que, con la ayuda de la educación y de la industria en una paz firme y duradera, aun cuando las condiciones para lograr todo esto, sean impuestas por la fuerza de las armas; ellos, los humillados, los despojados herederos de la primera civilización de América, puedan elevarse y permanecer libres para siempre en una atmósfera de luz, para que algún día, después de todo, cada voto gane y cuente y el país sea gobernado por sus propios hijos.
Una y otra vez durante mis pláticas con el general Porfirio Díaz, en diciembre, me expresó su confianza en el resurgimiento de estas maravillosas razas al más alto grado de la civilización. Parecía engrandecerse con una nueva dignidad cuando hablaba de ellos. Su plan para nacionalizar la educación ha nacido de su fe en ellos y en su futuro.
Sin embargo, a pesar de las loables e inmejorables cualidades de los indígenas, cuando se les ve por todas partes descansando bajo la luz del sol, recargados en sus pequeñas chozas de adobe, inertes, felices en su somnolencia, perezosos, parece verdaderamente milagroso que un solo hombre puede haber cambiado el más corrompido, confuso y desvalido país del mundo en un México moderno. Fue quizá esta transformación la que confirmó al guía de la nación en sus democráticos principios y la que lo hace esperar confiadamente en que llegará el gobierno definitivo de la voluntad del pueblo.
A la caída del imperio azteca, los monjes españoles barrieron materialmente todo vestigio de la civilización original, y el total aniquilamiento del gran templo indígena en el sitio preciso en que hoy se levanta la catedral de la ciudad de México, fue un mero incidente del fiero vandalismo que hizo perder al mundo la clave de una de sus más viejas e interesantes civilizaciones.
No es necesario narrar la historia aterradora de los trescientos años bajo el poder de los virreyes de México. Éstos esclavizaron a la gente y la despojaron de la tierra. En el reinado de Felipe II -aquel cuyo fanatismo religioso provocó la rebelión de los Países Bajos, y el mismo que envió su armada contra Inglaterra- la terrible Inquisición se estableció en México, y todavía en fechas relativamente recientes -1815- los herejes eran ejecutados en una plaza de la capital, por la que hoy se puede pasear entre flores y árboles a los acordes de una banda militar.
Antes de la llegada de los españoles, los aborígenes ofrecían sacrificios humanos a los dioses, de víctimas a las que arrancaban el corazón, pero la cristianización que siguió a Cortés pareció a veces dejar profundas huellas en el alma de los conquistados.
Monjes dominicos, franciscanos y carmelitas cruzaron el país. Las órdenes monásticas se hicieron inmensamente ricas. Sus monasterios, verdaderas fortalezas. Se apoderaron de las mejores tierras. Millones y millones de dólares se gastaron en la ornamentación de las iglesias. Todavía hoy es posible ver la evidencia de la casi increíble extravagancia que acompañó a la cruel altivez de la regla monástica, mientras que la masa del pueblo, derrotada y acobardada, se hundía cada vez más en los abismos de la más profunda miseria e ignorancia.
Así y todo, fue el pueblo mismo el que dio los dos más grandes hombres en la historia de México: Benito Juárez y Porfirio Díaz, ambos de sangre india.
Fue un sacerdote -¡oh rueda admirable de la justicia!-, un sacerdote de sangre española, el que dio el primer gran paso para la independencia de México, en septiembre de 1810. Miguel Hidalgo tenía 60 años cuando desde su púlpito en la pequeña población de Dolores proclamó en alta voz la revolución y con un estandarte que tenía impresa en tela de algodón la imagen de la Virgen de Guadalupe, seguido de un puñado de patriotas armados de cuchillos y garrotes, levantó en armas una parte del país, asaltó y tomó Guanajuato, San Miguel y Celaya, y marchó sobre la capital.
Pero el venerable sacerdote de cabeza blanca fue derrotado, capturado y fusilado después de un juicio sumario, junto con tres de sus compañeros. Sus cabezas fueron colgadas de clavos y exhibidas durante 11 años en los muros de la fortaleza de Guanajuato. A la fecha, descansan en la espléndida catedral de México.
Fue otro sacerdote, José María Morelos, el que siguió la lucha comenzada por Hidalgo. Convertido en un buen soldado, la historia de su lucha por la libertad es una de las páginas más coloridas de la historia. En 1815 fue hecho prisionero, condenado por la Inquisición como "hereje, inconfeso, traidor a Dios, al Rey y al Papa" y fusilado.
Fue Agustín de Iturbide, antes coronel de las fuerzas españolas, quien ganó la tremenda lucha intentada por Hidalgo y Morelos.
Pero Iturbide se proclamó emperador, vivió en un gran palacio convertido actualmente en hotel con gran movimiento de compañías norteamericanas, y estableció un monopolio eclesiástico.
Surgió entonces el general Santa Anna, aventurero arrojado y valiente para vulgar, cuyas fuerzas fueron finalmente diseminadas por descargas norteamericanas. Este tirano, pintoresco y bribón, proclamó una república, desterró a Iturbide, y cuando el emperador regresó a México, lo hizo fusilar.
Santa Anna no fue más que un brillante jugador político que gobernó al país valiéndose de presidentes títeres y que jugaba, a su vez, a ser "presidente" o "dictador".Ganó batallas, hizo carnicerías con sus prisioneros, trató de frustrar la revolución texana, fue capturado por los texanos y liberado, perdió una pierna defendiendo a Veracruz contra los franceses y la hizo sepultar con pompa real; fue dos veces desterrado y dos veces vuelto a llamar; y una vez más desterrado por una revolución, regresó a morir oscuramente. Fue un soldado polifacético y sin escrúpulos y que dirigió la guerra, desastrosa, contra los Estados Unidos.
El país iba quedando en bancarrota por las continuas guerras e intrigas políticas; las carreteras estaban cortadas y en poder de cuadrillas de bandoleros; oficiales del ejército, chantajistas y pérfidos, fueron el escándalo de su época, y mientras todo esto pasaba, el joven Porfirio Díaz se encontraba estudiando en un seminario católico romano de Oaxaca.
La noticia de que un ejército norteamericano había invadido México puso su alma en efervescencia. Caminó 250 millas a campo traviesa hasta la capital para ofrecerse como soldado. Pero ya era demasiado tarde: México había entregado casi la mitad de su territorio a los conquistadores. norteamericanos.
El niño volvió a lado de su madre con una expresión distinta en el rostro. Su padrino, el obispo de Oaxaca, le recordó la decisión tomada de llegar a ordenarse sacerdote. Él se opuso a esta decisión: había resuelto ser soldado.
Siguió una escena terrible en la que se mantuvo firme sin hacer caso de los reproches de su madre y del obispo. En esa hora la semilla del México moderno principió a germinar inconscientemente en el corazon y la cabeza de aquel muchacho mestizo de diecisiete años.
Habiendo renunciado a la carrera sacerdotal, estudió leyes y pudo, con el tiempo, ayudarse a pagar sus estudios, impartiendo clases de materias de la misma carrera a un grupo de alumnos.
Fue a través de uno de sus profesores, don Marcos Pérez, que tuvo oportunidad de conocer a Benito Juárez, el ilustre abogado indígena entonces gobernador del Estado de Oaxaca. Fue Juárez quien inició la obra de la reforma mexicana, completada y unificada por Díaz. El joven le llamó poderosamente la atención y lo hizo nombrar bibliotecario del colegio. Estos dos nombres son los más grandes en la historia de México: Juárez y Díaz.
Pero inesperadamente, don Marcos Pérez fue arrestado y confinado en el torreón del convento de Santo Domingo, acusado de conspirar en contra de la dictadura de Santa Anna. Las cosas de este género terminaban generalmente en una muerte ignominiosa. Era, por tanto, de vital importancia que el prisionero tuviera medios de comunicarse con el exterior: su vida dependía de ello.
El joven Díaz no abandonó a su benefactor. En compañía de su hermano escaló los muros del convento durante la noche, se descolgó con una cuerda hasta la ventana del prisionero, habló con él, escapó a los centinelas del dictador y repitió hasta dos veces más la emocionante aventura. No hay nada comparable en ninguna novela o cuento a la hazaña de estas tres noches, cuando el que había de ser andando el tiempo presidente de México, planeó en la oscuridad, colgado de una cuerda y casi al alcance de los centinelas, la seguridad del patriota mexicano que era su amigo.
Yo pensé en el pálido joven meciéndose en el aire al filo de la media noche, cincuenta y tres años atrás, cuando lo vi hace poco mirando hacia abajo desde el Castillo de Chapultepec. Y no tengo nada más que decir acerca de este hombre de edad avanzada sino que es, a la vez que forjador de su nación, la más impresionante figura de su tiempo.
La revuelta en contra de la tiranía de Santa Anna, en 1854, fue dirigida por el general Álvarez, indio puro que había peleado en la Guerra de Independencia contra España. Pero el dictador, audazmente, pidió el voto popular para sostenerse en el poder.
Votar contra Santa Anna significaba muerte o prisión. En Oaxaca, las tropas y cañones del dictador estaban apostados en la plaza en que se recogían los votos. A los profesores del Instituto de Leyes -Díaz era ahora profesor- les fue ordenado que votaran, como un solo hombre, por Santa Anna.
El joven profesor, que contaba a la sazón 24 años únicamente, fue hacia el libro de forro escarlata en el que los otros profesores, temblorosos, estaban inscribiendo sus nombres a favor del dictador, y solicitó se le excusara de votar.
Fue insultado y tachado de cobarde. Sin decir palabra, fue hacia el libro de la oposición, en el que nadie se había atrevido a inscribir su nombre, y puso abiertamente su voto por el general Álvarez, jefe de la revolución en contra de Santa Anna.
En medio del rumor que levantó su atrevimiento, Díaz desapareció entre la multitud y cuando fue ordenado su arresto, ya había montado a caballo y rifle en mano, derribó a todos los que le opusieron obstáculos, salió con rumbo al pueblo de la Mixteca, en donde se puso a la cabeza de los grupos de peones descalzos pero armados para derribar la dictadura y derrotó a las tropas que habían sido enviadas a perseguirlo. Este era Porfirio Díaz a la edad de 24 años.
Después de la caída de Santa Anna, el general Álvarez fue presidente y nombró a Juárez ministro de justicia y Asuntos Eclesiásticos. Juárez proyectó una ley para sujetar a los soldados y al clero al juicio civil. Esto provocó la oposición de la Iglesia, que predicó la resistencia. El general Álvarez renunció a la presidencia e Ignacio Comonfort formó un gobierno provisional, anunciando que el clero debería acatar las leyes.
Hubo una revuelta clerical en Puebla que fue rápidamente sofocada, y los gastos que originó fueron cubiertos por el Estado mediante la venta de propiedades del clero. La guerra entre la República y la Iglesia había comenzado y no terminó hasta que el suelo mexicano se empapó en sangre.
La República prohibió a las corporaciones religiosas la posesión de tierras, restringiéndola a lo absolutamente necesario para las necesidades de la Iglesia, y dirigió la venta de todas las propiedades de ésta.
Se adoptó entonces una Constitución que abolía todos los privilegios militares y eclesiásticos, proveyendo a la educación pública y garantizando la libertad de palabra y de imprenta, el derecho de petición y asociación y la portación de armas. Esto fue la causa de una gran guerra civil.
Díaz se convirtió en capitán de la Guardia Nacional y en julio de 1857 dirigió un ataque contra los revolucionarios conservadores y clericales cerca del pueblo de Ixcapa. La batalla se convirtió en lucha cuerpo a cuerpo: el joven capitán de 27 años, cayó herido por una bala que le desgarró un costado. Cayó, pero al momento, con el rostro pálido y desangrándose, se levantó y arrojó a la pelea, alentando a sus soldados hasta que se ganó la batalla. Cerca de dos años más tarde un cirujano norteamericano le extrajo a bala.
Todavía sufriendo a consecuencia de esta herida fue llamado para ayudar a recapturar su ciudad natal, Oaxaca, de las manos de un feroz jefe revolucionario apellidado Cobos. Con un escuadrón de hombres, dirigió un ataque desesperado por romper las líneas enemigas. Más tarde cuando la herida se abrió nuevamente y él estaba tan débil que no podía ni ceñirse la espada, la batalla por la posesión de Oaxaca se ganó gracias a su valor y bajo su dirección.
Comonfort, habiendo proclamado una nueva constitución, se nombró dictador y acto seguido huyó a los Estados Unidos.
Juárez subió a la presidencia, prometiendo mantener la nueva constitución y tomando sobre sí la tarea de destruir el poder político de la Iglesia y confiscar sus vastas propiedades. Los clericales y los conservadores nombraron presidente a Miramón en la ciudad de México, el mismo general Miramón cortesano y pulido que fue ejecutado más tarde al lado de Maximiliano.
La guerra se desató por todo México. Las huellas de la terrible lucha aún pueden verse hoy día por todas partes.
Fue una guerra en la que los sacerdotes, con crucifijos en la mano, aparecían a la cabeza de tropas a la carga; una guerra en la que la Iglesia lanzaba anatemas desde miles de altares; una guerra en la que los tesoros de siglos eran bárbaramente arrancados de los muros, retablos y sacristías, guerra en la que los peones patriotas armados, entraban rudamente a los recintos deslumbrantes de oro, plata y joyas, inapreciables tallas antiguas, bordados, pinturas y esculturas de Cristos y Madonas, santos estofados, ropas consteladas de gemas; relicarios maravillosos con la suave pátina del tiempo, y toneladas de plata de los altares, vasos de oro, bordados hechos con hilos de metales preciosos y toda clase de riquezas que fueron sacrificadas para pagar la soldada de las tropas.
Díaz era ya gobernador de un Estado y comandante militar de un distrito. Tenía el grado de coronel.
Los Estados Unidos reconocieron a Juárez como presidente, pero estando bloqueado por sus enemigos en Veracruz lanzó desde allí una proclama confiscando las tierras de la Iglesia, seguida de otras varias que secularizaban el matrimonio y garantizaban la libertad de cultos.
Aun en contra del poder de la Iglesia y sus aliados políticos, aun en contra de los anatemas eclesiásticos y la enorme influencia acumulada por una tradición, sumada a una soldadesca desesperada y respaldada por una aristocracia inteligente, el presidente indio de la levita negra y su ejército ganaron la lucha rápidamente.
Una vez que se hubo tomado la capital y Juárez estableció su autoridad, Díaz regresó a Oaxaca y fue electo al Congreso.
El general Márquez, cruel asesino de sus prisioneros, sucedió a Miramón en su puesto y avanzó con sus tropas dispuesto a tomar la capital. Se oían ya las detonaciones de las armas de fuego, cuando Díaz se levantó y pidió al Congreso que le fuera concedido unirse a las fuerzas de la República.
El. joven coronel, en un ataque nocturno que él mismo encabezó, derrotó a Márquez, capturó siete cañones y siete u ochocientos prisioneros, todo lo cual le valió ser ascendido a general.
Sería tarea inútil referir las batallas en que Díaz ha tomado parte. Su hoja de servicios demuestra que ha militado como soldado de México por espacio de 54 años.
En 1862, el presidente Juárez suspendió el pago de los bonos del Gobierno Mexicano. No había dinero. La guerra había dejado vacío el tesoro nacional.
Inglaterra, Francia y España requirieron que se pagara a sus tenedores de bonos, y viendo que no obtenían más que promesas, formaron una alianza y enviaron una flota a México.
La República estaba exhausta y se permitió a los aliados desembarcar y ocupar Veracruz.
Entonces el débil espíritu de Napoleón III se enardeció y soñó en conquistas. Mandó a un agente, don Juan Almonte, para proponer a México un Imperio Mexicano bajo la soberanía de Francia, mientras que España e Inglaterra retiraban indignadas sus tropas.
Al momento, el francés proclamó una dictadura militar bajo Almonte y un ejército francés marchó al interior. El hermano de Díaz fue el primer mexicano herido en este avance.
Se libró una gran batalla en la ciudad de Puebla. Díaz era el segundo al mando del general Zaragoza. Aunque los mexicanos eran excedidos numéricamente de 3 a l, infligieron una terrible derrota a los invasores, y Díaz es la más arrojada y heroica figura en la historia de la lucha de ese día. México celebra la victoria del 5 de Mayo como uno de sus más grandes aniversarios nacionales.
Casi un año más tarde, los franceses, con un ejército mucho más numeroso sitiaron Puebla y después de semanas de combatir, a veces de casa en casa y cuerpo a cuerpo, con Díaz alentando a sus compañeros con sus brillantes métodos y su valor a toda prueba, la ciudad se rindió por hambre.
Díaz fue hecho prisionero, se rehusó a dar su palabra y, cubriéndose el uniforme con la manta de un peón, consiguió escapar gracias a su astucia, entrevistó al presidente Juárez en la ciudad de México y aceptó el mando del Ejército Oriental de la República, justamente antes de que Juárez abandonara la capital a los invasores.
Una vez ocupada la ciudad por los franceses, se ofreció la corona imperial de México al archiduque Maximiliano, hermano del actual emperador de Austria. El joven príncipe y su bella y joven esposa, Carlota, fueron escoltados por buques de guerra franceses y austriacos a través del océano y fueron coronados emperador y emperatriz en la catedral de México. Esto ocurría en 1863, cuando la guerra civil impidió a los Estados Unidos esa violación directa a la Doctrina Monroe.
Maximiliano, que era joven, hermoso y con mucho de soñador, formó una corte brillante bajo la influencia de la juvenil pero intensamente ambiciosa emperatriz Carlota. Pero reforzó y llevó adelante el proyecto de las Leyes de Reforma promulgadas por Juárez, lo que le costó perder mucho del apoyo del clero. También mandó fusilar a varios generales mexicanos, incluyendo al hermano de Díaz. Los republicanos nunca reconocieron el imperio sino que continuaron sus relaciones con el presidente Juárez, quien se retiró primero a San Luis Potosí y más tarde a Monterrey.
Fuertemente acosado, Juárez cruzó la frontera de Estados Unidos. El emperador publicó una proclama declarando que todo aquel que se levantara en armas en contra del gobierno debía ser considerado fuera de la ley y fusilado al momento de capturarlo. Fue bajo este decreto infame que Maximiliano ejecutó a los generales mexicanos.
Napoleón había enviado al mariscal de campo Bazaine para apoyar a Maximiliano con aproximadamente 40,000 bayonetas francesas. Bazaine reconoció en Díaz al más inteligente y peligroso de sus enemigos y por consejo suyo trató Maximiliano de ganar al patriota general para su causa. Logró persuadir al general Uranga, bajo cuyas órdenes había militado Díaz, de que le escribiera a éste una carta seductora. Díaz contestó en términos fraternales, pero se burló de la propuesta escribiendo:
"Cuando un mexicano se presentó ante mí con las proposiciones de Luis (el mensajero de Uranga) ;yo debería haberlo hecho procesar de acuerdo con la ley y no haberte mandado más respuesta que la sentencia y notificación de la muerte de tu enviado. Pero la gran amistad que invocas, el respeto que te tengo y el recuerdo de días más felices que me unían a ti y a ese mutuo amigo, relajaron mi energía y la convirtieron en debilidad, al extremo de devolvértelo sano y salvo, sin una sola palabra de odiosa recriminación.
"La prueba a que me sometiste ha sido muy dura, porque tu nombre y tu amistad constituyen la única influencia, si es que hay alguna, capaz de forzarme a negar mi pasado y a romper con mis propias manos la preciosa bandera emblema de la libertad e independencia de México. Como fui capaz de soportar la prueba, puedes creer que ni las más crueles desilusiones ni las mayores adversidades me harán jamás titubear ...
"Ni conmigo ni con el distinguido personal del ejército, ni con las ciudades de esta extensa zona de la república, se puede pensar en la posibilidad de llegar a un entendimiento con el extranjero invasor, resueltos como estamos a pelear sin tregua, a conquistar o a morir en el empeño, para legar a la generación que nos sucederá la misma república que nosotros heredamos de nuestros padres."
Después de esa carta, escrita por Díaz a los 34 años, cuando el jefe de su gobierno estaba fugitivo, cuando Francia y Austria sostenían a Maximiliano y cuando el emperador y su distinguido mariscal de campo estaban prontos a honrar al soldado a quien le extendían manos llenas de promesas, no es de admirar que durante los largos años en el poder, con la república a sus órdenes y toda oposición desvanecida, ni una sola vez ha estado tentado de coronarse, y que hoy, en la cima de su autoridad y de su gloria, se presente ante el siglo XIX y ante todos los venideros, como un testigo a favor de la democracia, un profeta de la virtud y capacidad potencial de su pueblo.
Bazaine reunió un ejército y se dirigió contra Díaz en Oaxaca. El marisca comandaba personalmente el ataque contra el patriota a quien no pudo corromper. Por espacio de varias semanas, sitiados y sitiadores pelearon a diario y la ciudad estuvo constantemente bajo el fuego de la artillería. Pero finalmente, después de haber perdido más de las dos terceras partes de sus soldados y cuando los víveres y el parque se acabaron, Díaz fue a pie, durante la noche, al encuentro de Bazaine, y Oaxaca capituló.
El mariscal expresó la alegría que le causaba el ver que Díaz se percataba finalmente de su error: "Era criminal levantarse en armas contra el soberano."
Díaz irguió la cabeza y contestó mirando a su vencedor directamente a los ojos:
"Yo no me uniré, ni aun menos reconoceré al Imperio. Soy tan hostil a él como lo he sido siempre al pie del cañón. Pero prolongar la resistencia es imposible y el sacrificio inútil, ya que no tengo hombres ni armas."
Después siguió una larga prisión. Díaz rehusó una vez a dar su palabra de que no tomaría nuevamente las armas a favor de la República. El emperador le envió mensajes de advertencia. Los franceses amenazaban con dar muerte a los prisioneros, para doblegarlo, pero Díaz dijo francamente que si él lograba escapar, tomaría partido contra el Imperio.
El prisionero pasó cuatro o cinco meses excavando un pasaje subterráneo desde la celda del convento en que estaba confinado, pero antes de que pudiera terminar su trabajo fue trasladado a otro convento; su celda carecía de luz y fue doblada la guardia.
Durante su larga prisión, uno de sus viejos generales, que había ingresado al servicio de Maximiliano, vino a su celda y le dijo que el emperador deseaba verlo y que la carroza imperial esperaba para llevarlo a presencia del soberano. Éste deseaba dar a Díaz el mando de una gran parte de su ejército.
El prisionero escuchó fríamente la propuesta y luego, irguiéndose en toda su estatura, dijo:
"No tengo objeción que poner a tal entrevista, pero no iré en la carroza imperial. El comandante de vuestros ejércitos tiene el derecho de llevarme ante él, pero sólo en calidad de prisionero y si me ve, ha de ser a la altura de los otros prisioneros."
Era una contestación justa la del héroe de las Américas al aventurero coronado. Maximiliano no la olvidó nunca.
Es una prueba extraordinaria de la energía, resolución y coraje de este hombre que, a pesar de que su prisión era custodiada con una vigilancia poco común y de que un centinela entraba cada hora a su celda -porque no ocultó la intención de obtener su libertad-, se valió de un subterfugio para distraer la atención de sus guardias y se las arregló para escapar solo. He aquí en sus palabras la historia de esa dramática noche.
"Muy entrada ya la noche del 20,(*) hice una pequeña bola con tres cuerdas que me había procurado subrepticiamente para ayudarme en mi huida, poniendo otra en mi morral junto con una daga perfectamente afilada y puntiaguda, única arma que poseía.
* Para este episodio Creelman se atiene a las Memorias.
"Después que hubo sonado en la campana de la prisión el toque de queda, subí hasta un balcón abierto cerca de los tejados y que daba a un patio interior del convento. En este lugar, las idas y venidas de un prisionero no llamarían la atención de los guardias porque era usado de ordinario por todos nosotros para hacer ejercicio.
"La noche estaba muy oscura pero las estrellas brillaban claramente en el cielo. Envuelto en una tela oscura, tomé las cuerdas, me aseguré de que nadie estaba cerca y las lancé al tejado contiguo. Entonces arrojé mi última cuerda sobre una gotera de piedra que salía encima de mí, y que parecía muy fuerte, y la aseguré con dificultad. La luz era demasiado débil para que pudiera ver bien la gárgola.
"Probé la fuerza de mi soporte y sintiéndome satisfecho trepé por la cuerda hasta el tejado. La desaté allí y cogí las otras tres que previamente había lanzado.
"Mi caminata sobre los techos hasta la esquina de San Roque, lugar que había escogido para mi descenso, fue de lo más peligroso. Frente a mí tenía el techo de una iglesia que dominaba desde su altura todo el convento prisión. Antes de que hubiera podido yo caminar mucho, llegué a una parte del tejado en la que había numerosos peraltes, porque cada una de las celdas del convento estaba construida dentro de un arco semicircular y los corredores iban entre estas filas de arcos. Siguiendo mi camino, aprovechando cada pedazo de resguardo y arrastrándome a veces con pies y manos, me moví lentamente en dirección del centinela mientras buscaba el lugar por donde había de efectuar mi descenso.
"Tenía que atravesar dos de los lados de un patio cuadrado. A menudo me detenía a explorar cuidadosamente el terreno en que me movía, porque había muchísimos pedazos de vidrios y tejas desparramados por la azotea y que se rompían haciendo ruido bajo mis pies. Más aún: había en el cielo frecuentes destellos luminosos que podían hacer que en cualquier momento fuera descubierto.
"Al fin llegué al abrigo de un muro en donde el centinela apostado en el parapeto de la iglesia no podía verme, a menos que se inclinara completamente. Caminé con firmeza y descansé, deteniéndome a escuchar si había surgido alguna alarma. Aquí estaba yo en gran peligro, porque la construcción estaba en declive y muy resbalosa a causa de las fuertes lluvias. Un momento mi pie resbaló torpemente hacia las hojas de una ventana que hubieran ofrecido muy poca resistencia. De hecho, casi caí hasta abajo.
"Para llegar a la calle de San Roque, en la que esperaba descender, tenía que pasar por una parte del convento que se usaba como habitación del capellán. Hacía poco tiempo que este individuo había denunciado a unos prisioneros políticos que en un esfuerzo poco fructuoso de escapar habían cavado un pasaje hasta esta habitación. De resultas de esta denuncia fueron sacados de sus celdas al día siguiente y fusilados. Por consiguiente, yo necesitaba ser muy cauteloso para no despertarlo.
"Casi sin aliento alcancé a llegar al techo de la casa del capellán, justo cuando un joven que seguramente vivía allí entraba por la puerta. Probablemente venía del teatro, porque canturreaba alegremente. Esperé hasta que hubo entrado a su cuarto. Poco después salió con una vela encendida y caminó directamente hacia donde yo estaba escondido, pero afortunadamente no me vio. Después de un intervalo, volvió a la casa; probablemente todo esto fue sólo cuestión de unos minutos, pero en esas circunstancias a mí los minutos me parecían horas. Cuando calculé que había pasado ya bastante tiempo y que el joven debería haberse metido en cama y quizá quedado dormido, caminé hasta la esquina de San Roque a la que por fin llegué.
"Exactamente en esta esquina hay en el techo una estatua de San Vicente Ferrer que había pensado usar para asegurar en ella mi cuerda. Pero desgraciadamente, el santo se tambaleó cuando lo toqué. Pensé, sin embargo, que probablemente tuviera un soporte de hierro en algún sitio para sostenerlo, pero para mayor seguridad até la cuerda solamente alrededor de la base del pedestal, que formaba el ángulo del edificio y me pareció que había quedado lo bastante fuerte para sostener cualquier peso.
"Temía que pudiera ser visto por algún transeúnte si descendía directamente a la calle en esa esquina. Así, decidí bajar por el lado de la casa más lejano de la calle principal, lo que me daría la ventaja de algo de sombra. Pero ¡ay!, cuando había llegado al segundo piso, mis pies perdieron el apoyo en la pared, y deslizándome del lado del jardín caí en una zahurda.
"La daga se desprendió de mi cinturón y cayó entre los puercos. A mi vez, yo resbalé y caí también entre ellos los cuales alarmados por la intrusión armaron tal chillería que si alguien hubiera ido a ver qué pasaba me hubiera descubierto. Tan pronto me hallé ya sobre mis pies, me escondí, pero tuvo que esperar hasta que los puercos se tranquilizaron de nuevo para aventurarme a salir al jardín. Entonces, para alcanzar la calle, trepé una barda baja y tuve que hacer una rápida retirada, porque un gendarme pasaba haciendo su ronda y examinaba en ese momento las cerraduras de la puerta que estaba exactamente debajo de mi. Cuando se fue me dejé caer a la calle y aspiré nuevamente el aire de la libertad.
"Sudando y casi exhausto de fatiga, corrí a la casa donde esperaba hallar a mi criado, un guía y mi caballo (Díaz había logrado previamente comunicarse con sus dos aliados) y llegué al lugar sin ningún otro contratiempo.
"Estando ya a cubierto en la casa, los tres cargamos nuestras pistolas, montamos en los caballos y, después de evitar una patrulla, también de a caballo, salimos de la ciudad. Estaba casi seguro de que seríamos detenidos en la garita por la guardia y estaba resuelto a pelear para salir, pero afortunadamente la puerta estaba abierta, había una luz en la caseta y un caballo esperando fuera.
"Pasamos trotando y una vez fuera de la ciudad, para ganar tiempo emprendimos un galope veloz."
Apenas había Díaz empezado a organizarse y a librar una serie de combates desesperados, cuando un mensajero de Maximiliano vino a decirle que el emperador estaba dispuesto a ponerse en manos de los liberales y para, al mismo tiempo, intimar a Díaz a que si trocaba su lealtad, podría ser nombrado comandante en jefe de los ejércitos del Imperio.
La respuesta de Díaz fue la de siempre: su único objetivo era hacer al emperador prisionero y sujetarlo a la ley de la República. Una y otra vez arrasó a las fuerzas imperiales enfrente a él.
Pero el fin de la Guerra Civil dejó entonces a los Estados Unidos libres para defender la Doctrina Monroe: Napoleón III fue advertido por el gobierno norteamericano de que su intervención armada en los asuntos del continente no sería por más tiempo tolerada y él retiró sus tropas, dejando a Maximiliano solo en México.
El mundo entero sabe lo que ocurrió después: el viaje de la emperatriz Carlota a Europa para pedir ayuda para su esposo, cómo Napoleón le volvió la espalda, cómo fue ella al Vaticano y perdió la razón mientras suplicaba al Papa y cómo fue recluida en un castillo de Bélgica, en donde vive todavía ignorante de la muerte de Maximiliano.
Díaz tomó Puebla después de terrible matanza y mientras ponía sitio a la ciudad de México, Maximiliano fue capturado en Querétaro, condenado en consejo de guerra por su bárbaro decreto ordenando que los soldados mexicanos fueran exterminados como bandidos, y fue, con sus dos generales Miramón y Mejía, fusilado.
La capital se rindió y Juárez, el presidente indio, volvió para encontrar la bandera de la República ondeando sobre un mar de bayonetas de los soldados de Díaz. Éste pronto se retiró de la escena para convertirse en granjero.
Más tarde, volvió como soldado a tomar las armas contra Juárez, porque éste había fallado en llevar a cabo sus promesas de reforma. Juárez murió y fue sustituido por Lerdo, quien intentó sofocar la revolución de Díaz mediante la formación de un gran ejército. Díaz se retiró a los Estados Unidos, navegó disfrazado hacia el sur de México desde Nueva Orleáns y, habiendo sido reconocido en Tampico, saltó al mar, fue perseguido y capturado en el agua, y logró de nueva cuenta escapar.
A continuación, la historia de lo ocurrido tal como fue escrita por uno de los viejos oficiales de Díaz:
"Surto en Tampico, el vapor 'City of Havana' llevaba a bordo tropas del gobierno que iban a Veracruz y entre las que se encontraban varios oficiales que reconocerían a Díaz al momento, ya que eran los mismos hombres a quienes el general había derrotado y hecho prisioneros durante la campaña de Matamoros. Era inútil que el pasajero misterioso tratara de evitar las miradas inquisitivas de sus compañeros de viaje y que se abstuviera de aparecer a la mesa.
"Desde el primer momento comprendió que había sido descubierto y que era vigilado estrechamente, y como un inesperado mal tiempo estaba retardando la partida del buque a alta mar, sospechó que podrían capturarlo y fusilarlo. Antes que correr este peligro, decidió escaparse y confiar su vida a los tiburones y otros peligros del mar. Para hacer la situación aún más difícil, el vapor había anclado a gran distancia de la entrada del puerto. De cualquier manera, la resolución estaba tomada: se despojó de sus ropas y sin más arma que una daga para defenderse de los tiburones, saltó al mar por un costado del navío. No se proveyó ni siquiera de un salvavidas, para no llamar la atención y evitar que alguien le disparara una vez en el agua.
"Como efectivamente sucedió, pues fue visto inmediatamente porque era vigilado muy de cerca y el grito de '¡hombre al agua!' le avisó que había sido descubierto y que sería perseguido. Muy pronto oyó el ruido de uno de los botes del barco al ser bajado.
"Comenzó entonces una cacería humana terrible, una carrera observada por cientos de espectadores, en la que los destinos de la nación temblaban en la balanza. La impresionante persecución fue vista por los pasajeros del 'Havana' y los tripulantes de otros dos barcos, uno norteamericano y otro de Campeche, anclados ambos cerca del lugar.
"Le ofrecieron ayuda del de Campeche mientras nadaba cerca, pero no podía aceptarla. Con toda la fuerza de sus poderosos pulmones y con toda la habilidad y entrenamiento de un nadador experto, avanzaba en el agua rápidamente, pero en un esfuerzo por hacer que sus perseguidores lo perdieran de vista, en lugar de dirigirse a tierra, cambió de dirección y equivocadamente se dirigió a mar abierto.
"A la larga, aunque el general Díaz nadaba rápidamente, sus fuerzas empezaron a abandonarlo, y después de nadar describiendo círculos en un vano empeño de encontrar la verdadera dirección, se vio forzado a abandonar su intento y fue subido al bote. Ahí quedó, en el fondo, exhausto por el esfuerzo sobrehumano y la gran cantidad de agua salada que tragó por causa del mal tiempo, pero no inconsciente como algunos han dicho. Cuando llegaron al lado del barco, el agente postal Gutiérrez Zamora le arrojó una camisa para que se cubriera porque estaba desnudo.
"Apenas conducido a bordo, el teniente coronel Arroyo, comandante de las fuerzas de Lerdo, trató de hacerse cargo del prisionero y hacerlo juzgar por una corte marcial obteniendo así su ascenso al grado de general como recompensa de su celo y diligencia. Pero el intrépido nadador protestó contra este proceder, y sacando su pistola de debajo del colchón de su camarote, donde estaba escondida, recordó al capitán del barco su ofrecimiento de protección bajo la bandera americana, a cuya sombra navegaban el 'Havana' y su tripulación.
"El teniente coronel Arroyo quería ejecutar al general Díaz sin más ceremonia, porque así aseguraba su ascenso de grado, mientras que si solamente lo tomaba prisionero, el Gobierno no consideraría esto como un servicio especial y no sería ascendido, como había ocurrido en el caso de Terán que había sido hecho prisionero pero no ejecutado en el mismo lugar.
"El capitán del barco escuchó la petición de Díaz y ofreció su ayuda de buen grado, y más aún cuando entre él y el prisionero se intercambiaron algunas señas masónicas y porque el marino norteamericano había quedado gratamente impresionado por el atrevimiento y el valor de un hombre que había arriesgado su vida de una manera tan audaz.
"Se resolvió que sería dejado bajo guardia, pero considerándose que estaba en suelo norteamericano y el capitán aclaró debidamente que él no lo entregaría hasta que llegaran a Veracruz. Trató, sin embargo, de desarmarlo a pesar de que el general Díaz declaró que él sólo usaría su pistola en defensa propia, pero que tendrían que matarlo antes de permitir que alguno le quitara su única arma.
"El capitán ordenó que una guardia compuesta de un oficial y cinco soldados que había sido puesta a la puerta del camarote del general Díaz fuese retirada; pero Arroyo, que tenía fija la idea del ascenso, con el pretexto de vigilar el depósito de municiones quiso poner una guardia para de este modo continuar ejerciendo estrecha vigilancia sobre el hombre a quien él consideraba como su prisionero.
"La noche siguiente fue intensamente oscura y el hecho de que una fuerte tormenta se desencadenara puso todas las circunstancias favorables para Díaz, que decidió emprender otra tentativa de escape a pesar de que el capitán le había ofrecido transbordarlo a un buque de guerra norteamericano anclado cerca de Tampico, oportunidad que no aprovechó porque hubiera retrasado sus planes.
"Astutamente consiguió escurrirse dentro del camarote del sobrecargo, apellidado Coney, y le informó de sus planes. El oficial, que era un buen amigo, trató de disuadirlo de su determinación y eventualmente sugirió otra manera de salir de la dificultad. El general Díaz siguió su consejo: una boya salvavidas fue arrojada al mar, de modo que los soldados del gobierno pensaran que era él quien había saltado por la borda, mientras el prisionero se escondía en el camarote de Coney, no debajo de un sofá como es la creencia general, sino en un pequeño armario.
"Esta artimaña tuvo un éxito completo cuando poco después fue notada la desaparición del prisionero, sus captores corrieron inmediatamente a la borda y comenzaron a escudriñar el mar con la esperanza de hallarlo. Lo que vieron fue la boya salvavidas y como estaba cubierta de grandes manchas brillantes de óxido rojo que parecía sangre, supusieron que el fugitivo, en su intento de alcanzar la costa, había sido pasto de los tiburones.
"Sin embargo, y como precaución adicional, el general Alonso Flores había apostado tropas a lo largo de la playa, para capturar al prisionero en caso de que intentase llegar a la orilla.
"Mientras tanto, el general Díaz sufría tormentos indescriptibles, apretado como se encontraba en el estrecho espacio del pequeño armario o alacena del camarote. No podía tenerse de pie, enderezarse ni tampoco podía sentarse, y tenía, además, que tener las piernas abiertas ampliamente, para que las pequeñas puertas del armario se pudieran cerrar. Para aumentar lo tirante de su situación, el sobrecargo Coney, como medida de prudencia con miras a desviar toda sospecha, invitó a su camarote a los oficiales lerdistas, en donde a menudo venían a pasar las horas charlando y jugando a las cartas. Uno de ellos, que se sentaba frente al armario, columpiaba su silla hacia atrás a cada momento, presionando así las hojas de la puerta contra el desdichado que estaba escondido dentro y que sufrió verdaderas agonías mientras todo esto duró.
"Pasaron así los siete interminables días, con una dieta a base de bizcochos y agua, hasta que el buque llegó a Veracruz, en donde los peligros y dificultades para escapar se multiplicaron. El primer obstáculo que tenía que vencer era escapar del barco sin caer en manos de los soldados lerdistas, que se mantenían a la expectativa.
"El coronel Juan Enríquez era entonces jefe del servicio de guardacostas de Veracruz y se las arregló para enviarle un viejo traje raído de marino y un par de botas gastadas, mandándole recado al mismo tiempo de que un bote de remos, conducido por un hombre a quien Díaz reconocería por ciertas señales, vendría a buscarlo.
"Cuando el barco comenzó a descargar, unos fardos de algodón y las barcazas se aproximaron, apareció entre ellas un bote y el hombre que todos supusieron devorado por los tiburones en Tampico pudo finalmente escapar."
Ya una vez en el Sur, su poder se acrecentó y con su ejército obtuvo victoria tras victoria. En noviembre de 1876, entró con 12,000 soldados triunfante en la capital y unas semanas más tarde fue electo presidente.
Con la sola excepción de cuatro años (1880-84) cuando el general González fue electo de acuerdo con la Constitución, posteriormente reformada, que entonces prohibía la reelección de un presidente, Díaz ha ocupado su alto cargo sin interrupciones y en él permanecerá al frente de la nación hasta que muera u opte por retirarse.
El soldado se convirtió en estadista. Mantuvo en paz a las turbulentas masas. Hizo de la revolución un imposible. Organizó un sistema de policía que acabó definitivamente con los bandidos, construyó escuelas, castigó la corrupción e hizo saber a todos que una concesión garantizada por México no sería nunca repudiada. Hizo organizar las finanzas nacionales y los impuestos fueron cobrados e invertidos honrada e inteligentemente. Empezó las reducciones reduciendo su propio salario de $ 30,000 a $ 5,000. Hizo de México una nación. Una nación cuyas leyes y promesas significan algo.
Se había propuesto que entre México y Estados Unidos no debería existir ningún ferrocarril. La República debía estar a salvo de una futura invasión gracias a sus desiertos. Contra la más acre oposición y afrontando las más acerbas acusaciones que ponían en duda su lealtad a la República, Díaz dio la bienvenida a las grandes líneas de ferrocarril construidas con capital norteamericano y les aseguró generosos subsidios.
Esta fue la política que Díaz estableció contra el grito de cobardía de "Entre el fuerte y el débil, el desierto".
Los intereses Harriman están construyendo a la fecha dos inmensas líneas de ferrocarril a través del poniente de México, gastando un millón de dólares a la semana, líneas que se unirán, a través de otras ya existentes, a la troncal panamericana, que ha sido construida casi hasta la frontera con Guatemala.
Entre las empresas más notables que reciben gran impulso está la línea Kansas City, México y Oriente, que Arturo E. Still está construyendo. La vía tiene 1,600 millas de longitud y el costo total será de $ 30.000,000.00. Ha sido tendida ya la mitad. La línea Kansas, México y Oriente, cruzará las nuevas líneas Harriman en su ruta de salida al Pacífico.
Se operan 19,000 millas de ferrocarriles en México, casi todas con conductores, gerentes e ingenieros norteamericanos. Y lo único que hay que hacer es viajar por el sistema Central o disfrutar de los trenes de lujo del Ferrocarril Nacional, para darse cuenta del alto nivel de transportes del país.
Tan decidido está el presidente Díaz a no dejar caer su país en manos de los monopolios, que el gobierno está tomando posesión y uniendo en una sola corporación nacional, poseedora de la mayoría de las acciones, el Central Mexicano y los Ferrocarriles Nacional e Interoceánico, para que, con este poderoso sistema de transporte fuera del alcance del control privado, la industria, la agricultura, el comercio y el tráfico de pasajeros queden libres de toda presión.
Esta unión de 10,000 millas de líneas férreas en una sola compañía con $113.000,000.00 de capital, cuyas acciones están en su mayoría en poder del gobierno, es la respuesta del presidente Díaz y su brillante secretario de Economía a la predicción de que algún día México se vería inutilizado por las garras de un monopolio ferrocarrilero.
Los dirigentes norteamericanos del ferrocarril que representan a las líneas que serán fundidas y controladas por el gobierno, me hablaron con gran entusiasmo del plan como de un paso en firme hacia adelante, deseable tanto para los expedidores de carga como para los pasajeros y los inversionistas privados en negocios ferrocarrileros.
Dos tercios de los ferrocarriles de México son propiedad de norteamericanos que han invertido provechosamente en ellos cerca de $ 300.000,000.00.
Así las cosas, las tarifas de carga y de pasaje son fijadas por el gobierno y no se puede alterar ni hacer un horario sin la aprobación oficial. Puede sorprender a algunos norteamericanos saber que el pasaje de primera clase cuesta en México solamente dos centavos y dos quintas partes por milla, mientras que en segunda clase, en la cual viaja cuando menos la mitad del total de viajeros del país, el costo es únicamente de un centavo y un quinto la milla: se dan estas cifras en oro para poder compararlas con el costo en los Estados Unidos.
Me han asegurado, en privado, los principales funcionarios e inversionistas norteamericanos que la gran red que forman los ferrocarriles de México los hace sentirse orgullosos de sus méritos , y su labor les da nuevas fuerzas para seguir adelante, sin ningún tipo de presiones, ya ejercidas directa o indirectamente.
Mr. Stillwell, de Kansas City, no sólo está construyendo una línea de Kansas al Pacífico a través de México (para reunir el capital ha estado trayendo por espacio de dos años a México, a mil cuatrocientos hombres de negocios), sino que ha establecido y controla en la república una vasta red de empresas dedicadas a bienes raíces. Tiene un capital de cerca de los siete millones de dólares invertido en México.
"En mis frecuentes tratos con los oficiales mexicanos -me dijo-, nunca me ha pedido nadie un solo dólar para sobornar directa o indirectamente. Para establecer la terminal de mi línea en Norteamérica, he tenido que luchar contra los políticos y los sobornos constantemente. Aquí en México he sido tratado no sólo justamente, sino con gran generosidad. El presidente Díaz me ha dicho que si alguna vez un funcionario mexicano me pidiera un solo dólar como soborno, le notificara el hecho y sin importar el grado que este oficial tuviera, sería inmediatamente dado de baja."
Más de $1,200.000,000 de capital extranjero se han invertido en México desde que el presidente Díaz sistematizó y estabilizó la nación. El capital para ferrocarriles, minas, fábricas, plantaciones ha estado redituando la suma de $ 200.000,000 al año. En seis meses el gobierno vendió más de un millón de acres de tierra.
A pesar de todo lo que se ha realizado, aún hay cabida para invertir billones de dólares en las minas e industrias diversas de la república. Norteamericanos y extranjeros de otros países, interesados en minas, bienes raíces, fábricas, ferrocarriles y otras empresas, han asegurado privadamente, no una vez sino varias, que bajo el régimen de Díaz las condiciones para la inversión en México son mejores y tan dignas de confianza como en las países más desarrollados de Europa. El presidente Díaz ha hecho declaraciones en el sentido de que estas condiciones prevalecerán después de su muerte o retiro.
Desde que Díaz asumió el poder, los ingresos del gobierno han aumentado de aproximadamente $15.000,000.00 a más de $115.000,000.00 a pesar de que los impuestos han sido firmemente reducidos.
Cuando el precio de la plata bajó a la mitad, se notificó al presidente Díaz que su país jamás podría pagar la deuda nacional que se había duplicado con el cambio de valores. Fue apremiado a rehusar el pago de una parte de la deuda, pero él consideró el consejo tonto y poco honrado, y es un hecho que algunos de los funcionarios de más alto grado en el gobierno, no recibieron sus correspondientes salarios hasta que México pudo hacer frente a sus obligaciones financieras y pagó dólar por dólar.
Las ciudades relucen con la luz eléctrica y se llenan de ruido con los tranvías; el inglés se enseña en las escuelas públicas del amplio Distrito Federal; el tesoro público está lleno y en la abundancia, la deuda nacional decrece; hay aproximadamente 70 mil extranjeros que viven contentos y prósperos en la República -más norteamericanos que españoles-, México tiene tres veces más población por milla cuadrada que el Canadá; los negocios públicos se han desarrollado bajo la dirección de jóvenes como José I. Limantour, el inteligente secretario de Hacienda, uno de los más distinguidos financieros; el vicepresidente Corral, quien es también secretario del Interior; Ignacio Mariscal, ministro de Asuntos Extranjeros y Enrique Creel, brillante embajador en Washington.
Y es esta, una tierra de belleza incomparable. Su valle y montañas, sus grandes plantaciones, su indescriptible y variada vegetación, sus bellas y abundantes flores, sus frutos, sus cielos, su maravilloso clima, vetustos pueblos, catedrales, iglesias y conventos, no hay nada con qué compararlo en el mundo, dada su variedad y belleza. Pero es el indio gentil, veraz y agradecido, con su increíble sombrero y su sarape multicolor, el que acaba ganándose el corazón. Después de viajar por todo el mundo, el norteamericano que visita México por primera vez se pregunta cómo pudo ser posible que nunca antes entendiera qué maravilloso país de romance dejaba junto a su propia puerta.
Es el momento de crecimiento, fuerza y paz el que convence a Porfirio Díaz de que su labor en el continente americano está casi terminada.
No se ve un solo sacerdote con ropas talares en todo este país eminentemente católico. No se ven procesiones religiosas. La iglesia ha enmudecido salvo en sus recintos y es esta la tierra en donde he visto la más profunda emoción religiosa, los espectáculos religiosos más solemnes, desde los humildes peones, cubiertos con sus mantas, arrodillados por horas en la catedral, junto a hombres que llevan artículos para sus hogares, mujeres que amamantaban a sus hijos, hasta aquel indescriptible conjunto de indios que van de rodillas a la Basílica de la Virgen de Guadalupe.
Interrogué al presidente Díaz acerca de esto mientras paseábamos por la terraza del Castillo de Chapultepec. Inclinó su blanca cabeza, y levantándola nuevamente, fijó directamente sus oscuros ojos en los míos.
"No admitimos que los sacerdotes voten ni les permitimos desempeñar puestos oficiales. Tampoco permitimos que lleven vestimentas que lo distingan como tales en público, ni permitimos procesiones en las calles -dijo-. Cuando hicimos esas leyes no estábamos luchando contra la religión, sino contra la idolatría. Pretendemos que el más humilde de los mexicanos quede libre del pasado, de manera que pueda comparecer sin miedo frente a cualquier ser humano. No soy hostil a la religión, sino todo lo contrario; a pesar de las experiencias pasadas, creo firmemente que no puede haber verdadero progreso nacional en ningún país, en ninguna época, sin una verdadera religión."
Así es Porfirio Díaz, el hombre más destacado del hemisferio americano. Toda lo que ha hecho, casi solo, en estos pocos años para un pueblo degradado y desorganizado por la guerra, sin ley y con políticos de ópera cómica, es la gran inspiración del panamericanismo, la esperanza de las repúblicas hispanoamericanas.
Dondequiera que se le vea, en el Castillo de Chapultepec, en su despacho del Palacio Nacional o en la exquisita sala de su sencilla casa en la ciudad, con su joven y bella esposa, rodeado de sus hijos y nietos por parte de su primera esposa, o rodeado de tropas, con el pecho cubierto de las condecoraciones que le han conferido las grandes naciones, él es siempre el mismo: sencillo, conciso y lleno de la dignidad de su fuerza consciente.
A pesar del férreo gobierno que le ha dado a México, a pesar de su prolongada permanencia en el poder que ha hecho a la gente decir que ha convertido una república en una autocracia, es imposible mirarlo a la cara cuando habla de los principios de la soberanía popular sin creer que aún hoy tomaría las armas y derramaría su sangre en defensa de ella.
Hace solamente unas semanas que el secretario de Estado, Mr. Root, resumió la actitud del presidente, al decir:
"Me ha parecido a mí, que de todos los hombres que hoy viven, el que más vale la pena ver es el general Porfirio Díaz, de México. Porque aun considerando los rasgos aventureros, atrevidos e hidalgos de su carrera, cuando se considera el vasto programa de gobierno que su valor y sabiduría aunados a su carácter imperioso, ha cumplido; cuando se considera su atrayente personalidad única, no hay ser viviente hoy día a quien quisiera yo ver con más interés que al presidente Díaz. Si fuera poeta, escribiría su elogio. Si músico, marchas triunfales. Si mexicano, sentiría que una devota fidelidad de toda la vida no pagaría todo lo que él ha hecho por el que sería mi país. Pero como no soy ni poeta, ni músico ni mexicano, sino solamente un norteamericano que ama la justicia y la libertad y que espera ver su reino entre la humanidad progresar y fortalecerse, veo a Porfirio Díaz, presidente de México, como uno de los grandes hombres que debe ser considerado modelo de heroísmo por el género humano."

Pearson's Magazine
Marzo de 1908.



Lizeth Arely Villarreal Ruiz

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